Víctor Rodríguez Padilla*
No existe una definición universal de política energética. En mi experiencia, es el conjunto de ideales, objetivos, prioridades, enfoques, acciones y criterios establecidos por el Estado para orientar el desarrollo del sector energético en el contexto observado y previsible y, lo más importante, con apego al proyecto de país. Como toda política pública puede verse como un proceso de análisis de problemas, formulación de objetivos, identificación de soluciones, evaluación de alternativas y mucho ingenio para dar viabilidad de la propuesta. A lo largo del proceso se valoran medios disponibles, restricciones y limitaciones.
Lo primero que se debe reconocer es que la política energética no lo es todo. Es una pieza de un gran engranaje, una política sectorial que trabaja en paralelo con otras políticas (transporte, industria, minería?), las cuales están sometida a políticas transversales generalmente de nivel jerárquico superior (finanzas públicas, relaciones internacionales, derechos humanos?). La política energética es una especificación particular de la política general de desarrollo, la madre de todas las políticas, la que atiende los aspectos estructurales del sistema, la que promueve una trayectoria de desenvolvimiento económico, social y ambiental de largo aliento, la que marca rumbo y destino. La política energética no tiene esa pretensión, sólo acompaña y apoya.
Por esa razón es un ejercicio inútil plantear estrategias para cumplir con los objetivos del desarrollo sostenible de las Naciones Unidas, si las élites económicas y políticas promueven el extractivismo, la sobreexplotación de la naturaleza, la privatización de los bienes colectivos y la concentración de la riqueza, tal como sucede en no pocos países de América Latina. Sin embargo, se debe reconocer que la subordinación ?natural y lógica? de la política energética al proyecto de país y al modelo económico subyacente, no siempre ocurre.
Un breve recorrido histórico permite observar que las acciones estratégicas emprendidas por Winston Churchill, Adolfo Hitler, Mao Tse-Tung, Margaret Thatcher o Barack Obama en materia de energía, cumplían con ese requisito: estaban alineadas con los grandes objetivos nacionales. La política energética de Carlos Salinas de Gortari, en cambio, era incongruente con el proyecto de país adoptado por las élites que llegaron al poder durante la presidencia de Miguel de la Madrid. Alinear el modo de producción del sector energético con el resto de la economía era imposible por restricciones irresolubles, entre ellas, la ambición reeleccionista de un gobernante carente de legitimidad, que llegó a la presidencia gracias a la caída del sistema de conteo de votos ordenada por Los Pinos (Bartlett dixit).
La reforma energética fue lo más relevante de este sexenio. Se llevó a cabo no porque hubiera un problema de energía, sino porque el arreglo institucional con el que estaba operado el sector energético ?herencia del nacionalismo revolucionario? era incompatible con el resto de la economía. Había una incongruencia que resolver en la agenda económica e ideológica neoliberal. Las funciones del Estado, la organización industrial, la distribución de rentas, el sistema de precios y otros elementos subyacentes en el modelo anterior a la reforma, no eran concurrentes con el proyecto de país que llevó a la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y a incontables reformas de mercado. La incongruencia llevaba 20 años y los mercados estaban impacientes.
¿En esta elección presidencial estamos presenciando el reemplazo de las élites que han gobernado durante 36 años? ¿Emerge un nuevo proyecto de país? Muchos lo piensan y es una de las razones por las que AMLO es tan querido y tan odiado. Lo público y notorio es la fractura de la élite económica y política, pues una parte ve en el tabasqueño un mecanismo de control del sistema, una válvula de escape necesaria para liberar la presión acumulada por tanta desigualdad e injustica, el componente que se necesita para reequilibrar la ecuación y dar continuidad al modelo económico liberándolo de sus excesos. La desbandada de políticos y empresarios hacia el lado obscuro de la fuerza es sintomática, hay algo más que oportunismo.
En segundo lugar, se debe reconocer que la política energética enfrenta restricciones y limitaciones específicas que limitan la cantidad, el alcance y la simultaneidad de los proyectos. Su naturaleza es económica y financiera, política y presupuestal, social y ambiental, humana y cultural, por citar algunas. Las leyes de la termodinámica, las leyes de los circuitos eléctricos y las leyes de una multitud de procesos físicos, son de un nivel superior a las leyes que emanan del Congreso de la Unión, aunque algunos legisladores pretendan lo contrario. Por su parte, las restricciones técnicas hacen de las suyas en todos los niveles, por ejemplo, las fuentes renovables son intermitentes y difusas, desventaja que la tecnología actual no logra superar a plenitud, por lo que difícilmente podrán responder al reto de la transición energética (Edgar Ocampo dixit).
Las restricciones financieras son cruciales, pero las cuentas no salen cuando se promete simultáneamente bajar precios y tarifas; no aumentar impuestos; no endeudar al país; ayudar a los que no pueden pagar la factura energética; elevar las reservas y la producción de hidrocarburos; dejar de importar; recomponer y ampliar las refinerías; eliminar el robo de combustibles; elevar la capacidad de almacenamiento a 60 días de consumo; dejar de contaminar; acelerar la transición energética, etcétera. En época de elecciones se promete numerosos proyectos y cuantiosas inversiones, pero no se dice cómo serán financiadas.
Las restricciones legales y fiscales dificultan bajar el precio de la gasolina, promesa solemne de los candidatos punteros en las encuestas. En un mercado liberalizado el margen de maniobra del Estado para bajar el precio es limitado, porque el único instrumento a su alcance es el impuesto. Y como el IVA es fijo, la reducción no podría ir más allá de la eliminación del IEPS, sacrificio fiscal que no garantizaría una disminución sustancial y duradera del precio del combustible en las estaciones de servicio, pero que sí tendría serias repercusiones en las finanzas públicas y en la distribución del ingreso. Si los precios ya no se fijan por el mercado sino por un sistema administrado cambia toda la ecuación, es una posibilidad prevista en el marco jurídico vigente, sí ese, el que instauró la reforma energética, el que prevé instrumentos al servicio del Estado para el control de daños.
Las restricciones sociales y ambientales están omnipresentes. Sin licencia social para operar ningún proyecto es viable a menos que se imponga a sangre y fuego, como ocurre algunas veces en el sur del continente. Como país estamos obligados a dejar de producir y consumir combustibles fósiles, gradualmente, pero de manera sostenida, pero el gobierno se resiste a dejar de extraer petróleo, en buena medida porque de eso vive y en adelante porque ha hecho compromisos para que se recupere hasta la última gota en las áreas adjudicadas a las compañías petroleras.
Los ejemplos anteriores muestran que la política energética del próximo gobierno, gane quien gane la elección presidencial, estará sometida a restricciones y limitaciones que condicionarán su desempeño. Las inercias y las herencias limitarán el margen de maniobra del nuevo mandatario, tanto en la operación de lo que ya está en marcha como en el cambio de rumbo. La oferta y el consumo de energía tienen una gran inercia por las tecnologías que utilizan, las incontables tareas y articulaciones que componen el suministro, sin olvidar la rigidez en el consumo. La energía convencional da lugar a industrias pesadas, complejas, intensivas en capital, pausadas, que trabajan en horizontes lejanos. El consumo también es inercial sobre todo cuando utiliza equipos costosos y difíciles de remplazar, como en el transporte, la industria y los servicios. Los modos de vida basados en el dispendio son difíciles de modificar, tienen que pasar una, dos y hasta tres generaciones para obtener resultados apreciables.
A la naturaleza inercial del sector energético se suman las herencias de aquellos que tomaron decisiones, para bien o para mal, con profundas implicaciones de largo plazo. La presente administración no es la excepción, más que otras, ha trabajado con denuedo y sin descanso para impulsar el barco sin que nada ni nadie lo detenga. El nuevo capitán podrá ordenar una nueva dirección para evitar el iceberg, pero el Titanic no se moverá tan fácilmente.
La herencia incluye una amplísima reforma constitucional que puso candados por línea de negocio, temáticas transversales y basamentos institucionales. En leyes y reglamentos también abundan ataduras y grilletes. El legado incluye compromisos gubernamentales en no menos de 217 contratos, de los cuales 107 en hidrocarburos y 100 en gasoductos y electricidad, que involucran empresas de más de 30 países, cuyos gobiernos vigilan que México no se aparte del camino. La reforma energética hereda un Estado más frágil y vulnerable que tiene que lidiar con actores más grandes y poderosos que los anteriores. Los que hablan de expropiaciones y nacionalizaciones no han hecho un buen análisis, el movimiento social tiene otras prioridades.
Prisma. El libro “Ronda Cero, Ronda Uno” de los contratos petroleros, se puede adquirir en la librería de la Facultad de Economía de la UNAM, en Ciudad Universitaria. CE: energia123@hotmail.com y en https://www.facebook.com/victor.rodriguezpadilla
? Profesor de la UNAM (energia123@hotmail.com).