La Constitución y la “privatización” no deben ser ejes del debate. El fondo es una
decisión política soberana sobre qué hacer con el más estratégico de nuestros recursos.
Carlos Elizondo Mayer-Serra*
El fondo de la discusión no es la constitucionalidad de una u otra propuesta de reforma. El fondo es una decisión política, soberana, sobre qué hacer con el más estratégico de nuestros recursos. El fondo son las implicaciones de reformar o no reformar o el sentido de una u otra reforma. Si los fines que acordamos democráticamente exigen un cambio constitucional, llevémoslo a cabo.
La Constitución es una decisión nuestra. No es el producto de un acto divino. Tan no lo es que la hemos reformado, entre 1921 y 2008, 473 veces. Solamente el texto del artículo 27 lo hemos modificado ya en 16 ocasiones. Tomar el articulado constitucional como si se tratara de escritura sagrada es renunciar al ejercicio de nuestra soberanía democrática, es imponernos restricciones propias de una sociedad dogmática, no de una sociedad libre.
Restringir la discusión a la constitucionalidad o no de la reforma no solamente es confundir los medios con los fines. Es, además, inútil. El derecho no es álgebra. Habrá diferencia de opiniones, criterios contradictorios pero igualmente legítimos. La discusión, en el Congreso, debe ser sobre la decisión política de fondo y, en todo caso, sobre la manera de traducir esa decisión en reformas a las normas correspondientes. El debate no es si la decisión soberana es constitucional o no, sino sobre cómo hacer constitucional esa decisión soberana, incluido reformar la Constitución si es necesario. Todas las partes parecen estar atrapadas en el miedo o deseo de no querer tocar la Constitución.
Es inútil discutir la constitucionalidad de la reforma por otra razón. Sólo importa qué opinen, en su momento, ya aprobada la reforma, la que sea, los 11 miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, si es que hay alguien que impugne la reforma cumpla con los requisitos procedimentales que marcan las leyes. Recordemos además que se requieren 8 de 11 de los votos de los ministros para que sea declarada inconstitucional. Así son las reglas. Esta exigencia de 8 votos presupone que la Corte, cuyos miembros no han sido democráticamente electos tienen que tener cierta deferencia por las decisiones que toma el legislador, que es quien representa la soberanía popular y nadie ha impugnado la legalidad y legitimidad de ustedes los legisladores. Solo una mayoría calificada de los ministros de la SCJN puede ir contra sus decisiones.
¿No será que en la escolástica discusión sobre la constitucionalidad o no de las posibles reformas enmascara, en última instancia, la falta de propuestas alternativas? ¿No es acaso una manera de evadir la deliberación sobre los méritos o defectos de la propuesta que está, hoy por hoy, sobre la mesa? Supongamos que no fuera constitucional lo que se propone, ¿cuál es, entonces, la propuesta alternativa? Dicho de otro modo, ¿cómo se podrían resolver, de “otra forma”, los problemas de la industria petrolera mexicana?
Ese es el fondo de la discusión, el tema que debe ocupar este debate. Los términos de la discusión no pueden ser los de la semántica constitucional. Los términos son los de una decisión política, democráticamente soberana, sobre cómo aumentar la renta petrolera y cómo distribuir los recursos que genere ese aumento para mejorar el bienestar de la población. Más que un debate sobre la validez de uno u otro precepto, este debe ser un debate sobre los resultados. En otras palabras, más que un debate sobre principios, este es un debate sobre consecuencias.
Tampoco creo que sea útil hacer de la “privatización” de Petróleos Mexicanos (Pemex) el eje del debate. No lo es porque se trata, una vez más, de una discusión semántica, no sustantiva, que no ayuda a encontrar lo que necesitamos: una política que genere mejores incentivos para extraer la renta y modernice la administración de la industria petrolera.
Si privatizar es que los particulares presten servicios a una empresa estatal Pemex siempre ha estado privatizado, desde la época de Cárdenas. Como sabemos, contratan miles de millones de pesos cada año de servicios. Pero lo hace mal, entre otras razones, por no tener flexibilidad para asociarse con terceros.
Pero el uso compartido por todos hasta hace poco del término privatizar era una cosa: vender activos propiedad del Estado a agentes privados. En este sentido, privatizar es una opción que nadie ha puesto sobre la mesa.
Discutamos, mejor, sobre las opciones realmente existentes. Pemex seguirá siendo una empresa pública, propiedad del Estado Mexicano. Pero hay muchas formas de organizarla. Lo que está en juego no es la propiedad de la empresa, sino la mejor forma de administrarla para beneficio de todos los ciudadanos y no de unos cuantos, de sus contratistas y trabajadores, que es la privatización que en la práctica por momentos parece existir en Pemex y de la cual se resisten muchos a cambiar.
En este sentido, creo que no hemos sabido aquilatar del todo la enorme lección del General Lázaro Cárdenas. Su decisión de expropiar la industria petrolera no fue una decisión ideológica sino, ante todo, política. Supo leer el pulso de los tiempos, entender el mundo en el que vivía y hacer lo que más convenía a los intereses del México de entonces. Su entorno, sin embargo, no es el nuestro.
El nuestro es otro mundo y otro tiempo. Seamos fieles al espíritu, no al recuerdo, del legado cardenista: sepamos leer el pulso de nuestros tiempos, entendamos el mundo en el que vivimos y hagamos lo que más convenga, por tanto, a los intereses del México de hoy.
Sabemos que la época del petróleo barato se está terminando y que tenemos que hacer ajustes importantes en el sector. Ustedes conocen los datos, ya fueron presentados por los funcionarios que comparecieron ante esta soberanía el jueves pasado. Son datos, sin embargo, basados en el supuesto de que simplemente seguiremos haciendo lo que ya hacemos hoy. Ese es, justamente, el problema. Ya no podemos darnos el lujo de no hacer nada. Tenemos que tomar decisiones, hacernos cargo del problema.
También sabemos que hemos sangrado fiscalmente a Pemex, con el fin de evitar cobrar más impuestos o gastar menos, para beneficio de los tres niveles de gobierno. Incluso hemos sobreendeudado a Pemex, con lo cual enmascaramos un desequilibrio fiscal. Esa política es irresponsable y egoísta con nuestros hijos, pero nadie ha protestado realmente ni ha sugerido alternativas de ingreso público.
Si invirtiéramos más dinero en Pemex esta tendencia podría cambiar. Pero además de que ese dinero hay que sacarlo de algún lado, y cualquiera que desee darle más dinero a Pemex está obligado a indicar, con datos ciertos, de dónde lo va a obtener, aun si supiéramos de dónde, lo mejor es invertir lo menos posible y obtener a cambio el mayor rendimiento que se pueda.
No sabemos si Pemex está maximizando nuestra renta. No lo sabemos porque no la podemos comparar con otras empresas que, en nuestro mismo subsuelo, hacen algo similar. En los últimos años no ha tenido poco dinero. Lo que no tiene es los mejores mecanismos para gastar ese dinero de forma eficiente.
En el autocomplaciente diagnóstico de Pemex elaborado por el gobierno federal hay, tristemente, muy poca evidencia comparada.
En una nota de pie de página se nos dice que en la cuenca de Burgos extraer gas nos cuesta mucho más que en los Estados Unidos. En la zona mexicana, cito este diagnóstico, “el costo promedio por pozo es 10% superior; su productividad promedio es de una tercera parte y su costo global de producción es tres veces mayor.” Si así es en el resto de las operaciones de Pemex, y no hay razones para pensar no sea muy distinto, estamos desaprovechando de forma imperdonable nuestra riqueza.
También sabemos que todas las refinerías de Pemex pierden dinero, según cifras de Pemex mismo, salvo una, la que tenemos en Estados Unidos en sociedad con Shell. También sabemos que todas las reconfiguraciones que hemos hecho nos han costado mucho más dinero y tiempo de lo programado. Pero hay más cosas que no sabemos porque el diagnóstico de Pemex no es tan autocrítico como debería de ser.
Les voy a dar algunos datos adicionales que he encontrado. No constituyen un diagnóstico completo ni aparte, pero si pueden complementar la informa-ción que tenemos con datos sobre lo que pasa en otros países. Sin datos sólidos cualquier explicación es dudosa, pero también posible. Nada parece creíble, no hay piso para la discusión.
Algo sorprendente de nuestro debate es que pareciera que somos un país incomparable. ¿Será, de veras, que como México no hay dos? Como si fuéramos el único país en el planeta con recursos petroleros en el subsuelo. Parece que nos importa más cómo decidimos en 1938 un problema que enfrentaba el país en ese momento, que cómo lo han enfrentado en las últimas décadas las decenas de países que tienen reservas y que han llevado a cabo reformas para maximizar su explotación.
Me parece que el método adecuado para organizar un debate como este sería encargar un estudio comparativo que permita ver qué tan eficiente es Pemex en comparación con sus pares, y luego ver qué marco institucional tienen sus pares más eficientes y tratar de adaptarlos a la realidad nacional. Hay mucho trabajo hecho. No tomaría demasiado tiempo y sí, en cambio, nos dotaría de mayores elementos para tomar una decisión basada en hechos y no deseos o prejuicios.
Todos conocemos el caso de Petrobras. Era una empresa mucho más ineficiente que Pemex y ahora es mucho más competitiva que la nuestra. Compite con éxito en el Golfo de México, del lado de Estados Unidos, en la extracción de aguas profundas. ¿Qué podemos aprender de su transformación?
Las malas cifras comparativas de Pemex no son una crítica a sus magníficos inge-nieros ni a su personal en general. Pemex opera con restricciones e incentivos que la hacen ineficiente. De hecho, hay casos en donde su operación, en el marco de esas restricciones, resulta verdaderamente heroica. No funciona como empresa, porque no lo es. Es un organismo público que maximiza otros fines.
No conozco ningún país que tenga un régimen, en la materia, más cerrado que el nuestro, incluso comparado con el que tendríamos si se aprobara la iniciativa que ha propuesto el gobierno. Mantener ese régimen cerrado debiera estar justificado con datos que mostraran cómo hoy este marco tan poco común en el planeta tierra es la mejor opción posible para el bienestar de los mexicanos.
Ahora bien, no hay soluciones mágicas y sin riesgos. En estos temas nunca hay conclusiones perfectas. Pero esta es una razón de más para no poner todos los huevos en la canasta de Pemex y, en cambio, para buscar opciones que aligeren su carga administrativa, que le permitan concentrarse en los proyectos prioritarios y la obliguen a cierta competencia, que sirva para disciplinarla y dotar a sus dueños, que somos todos nosotros, con mejores datos para poder evaluar qué tan bien o mal se desempeña. De hecho la evidencia que tenemos muestra que las mejores partes de Pemex son precisamente aquellas donde enfrenta cierta competencia.
La reforma, aunque en el sentido correcto, es muy tímida frente a la magnitud de los retos del sector, frente a la audacia que la situación demanda. Me parece que estuvo diseñada pensando más en las restricciones políticas que en el objetivo de maximizar el bienestar de los mexicanos. De ustedes depende, señores legisladores, subsanar esa deficiencia.
*Doctor en ciencia política de la Universidad de Oxford, Inglaterra. Profesor e investigador de la División de Estudios Políticos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Fue embajador de México ante la OCDE (carlos.elizondo@cide.edu ). Este texto es un fragmento de su intervención en el foro “Principios que deben regir la reforma energética”, Senado de la República, 13 de mayo de 2008.