Por Francisco X. Salazar Diez de Sollano *
Hay diversas formas en las que el Estado interviene en la economía y en los mercados. Lo puede hacer a través de la política fiscal, la política monetaria, la política industrial, la política comercial y la política de competencia, entre las más relevantes. A su vez, puede combinar distintos elementos de las anteriores políticas y concentrarlas en políticas sectoriales, como es el caso de la política energética.
Las políticas públicas como las referidas tienen su fundamento y alcance en el marco legal que, a medida que se detalla y se expide a través de órganos administrativos, se convierte en regulación. Con respecto esta última hay que añadir que, a diferencia de los grandes lineamientos de política pública que cambian con cada administración, la regulación tiene que ser estable y predecible, sobre todo en la medida que aplica a inversiones que requieren grandes montos de capital que típicamente se recuperan en el largo plazo (como en el sector energético).Por esta razón tiene que estar a cargo de reguladores independientes de los ciclos políticos.
Aparte de la regulación, otra forma en la que el Estado puede intervenir es a través de empresas de su propiedad. Esto ocurre sobre todo cuando hay restricciones legales a la participación privada o en la provisión de ciertos servicios públicos. Asimismo, cada vez con más frecuencia, la propiedad de estas empresas es mixta y su gobernanza tiende a emular la de las empresas privadas, buscando que sin menoscabo de cumplir sus objetivos de política pública (los cuales deberían ser claros y explícitos) sean rentables.
Desde el punto de vista económico, la intervención del Estado a través de los mecanismos anteriores se justifica cuando hay fallas de mercado tales como la ausencia o restricción de condiciones para la competencia, la presencia de externalidades, o la asimetría de información. Una segunda condición para justificar esta intervención es que los beneficios que aporte sean mayores que los costos que implica. Este mismo criterio aplica para el grado de intervención, pues en exceso puede resultar perjudicial, como ocurre con la sobre-regulación. Ahora bien, aunque no se justifique en términos económicos, no es raro que el Estado intervenga en los mercados por razones meramente políticas.
Un buen ejemplo sobre la aplicación de los anteriores principios se dio durante la reforma energética realizada hace aproximadamente diez años en México. Con base en los mismos, se buscó identificar los mercados en los que por su naturaleza y estructura era más conveniente la competencia que el monopolio legal que hasta ese entonces establecía la constitución. Así, se abrieron a la participación privada el sector eléctrico y el de los hidrocarburos.
En el caso eléctrico, el Estado mantuvo la exclusividad en la planeación (por ser un tema de política pública), en la operación del sistema (aunque a través de un organismo independiente de la CFE) y en la prestación del servicio público de transmisión y distribución. En este último caso, la exclusividad se mantuvo considerando que esta infraestructura tiende a presentar condiciones de monopolio natural y que su privatización habría sido polémica (razonamiento político). No obstante se permitió la participación privada en el financiamiento, instalación, mantenimiento, gestión, operación y ampliación, a través de contratos con el Estado, un esquema que a pesar de la escasez de recursos públicos no se ha aprovechado.
Adicionalmente a lo anterior –y para evitar subsidios cruzados, el acceso indebidamente discriminatorio a las redes y el ejercicio de poder de mercado por parte de CFE–, se estableció la separación vertical de las actividades de generación, transmisión, distribución y suministro a su cargo, y la separación horizontal de la generación.
En el sector de hidrocarburos, se reafirmó el precepto relativo a la propiedad de la Nación sobre estos recursos en el subsuelo pero se permitió la exploración y extracción por privados mediante contratos (esquema que tampoco se ha aprovechado por esta administración a pesar de que la producción de Pemex se encuentra en su nivel más bajo en 45 años). En las actividades aguas abajo se reconoció el derecho de los privados para participar en los mercados, algo que en los hechos ha sido restringido por esta administración en detrimento de la competencia (y, por tanto, en beneficio de los consumidores).
Adicionalmente al operador independiente del sector eléctrico y al que se creó para el sistema integrado de gas natural, concebidos para evitar conflictos de interés y garantizar el acceso a las redes de gas y electricidad, con la reforma se buscó garantizarla autonomía de los reguladores: la CRE, la CNH y en cierto sentido la ASEA. Desgraciadamente, el principio de independencia política no se ha salvaguardado desde el proceso de integración de los mismos y con frecuencia han operado en contra de la competencia económica limitando de manera ilegal la participación privada.
Con respecto a las empresas del Estado, el objetivo era hacerlas eficientes y con un claro mandato de creación de valor. No obstante, por razones políticas y de control, la configuración del Consejo de Administración no se modificó profundamente manteniendo los conflictos de interés que derivaban de la participación de representantes gubernamentales no independientes. Este problema se agravó con el cambio de administración que, buscando mayor control político y despreciando los anteriores objetivos, terminó deteriorándolas financieramente (en Pemex, al punto de la quiebra).
Más allá de los detalles, es importante hacer notar que el esquema general de intervención estatal y participación privada diseñado con la reforma de hace diez años no es algo exclusivo de México. Por el contrario, es la regla a nivel mundial. En Latinoamérica es el esquema que prevalece, aún en países que han tenido o tienen gobiernos de izquierda, donde los ajustes suelen ser más bien de matiz, a pesar de que los discursos políticos puedan parecer más extremistas. Un caso ilustrativo es el del gobierno de Pedro Castillo en Perú, donde el foco no se puso en restringir la participación privada, sino en maximizar los beneficios adicionales que podría generar para las comunidades rurales, como programas de apoyo social y proyectos de electrificación rural.
Más aún, el debate actual sobre la intervención estatal en el sector energético ha evolucionado para centrarse no tanto en la participación privada, sino en la transición hacia fuentes de energía más limpias y sostenibles. Desde el punto de vista económico, es la discusión sobre las externalidades ambientales y cómo internalizarlas. Se trata de una reflexión sobre el papel que deben jugar en este proceso la política energética, la innovación y los mercados. Aquí, el análisis de costo-beneficio de la intervención estatal vuelve a ser crucial. Este es el enfoque que adoptan –aunque de distinta manera– gobiernos como el de Boric o el de Petro, quienes de cualquier modo ven fundamental que sea el sector privado quien aporte las inversiones para acelerar una transición energética justa.
“Se trata de una reflexión sobre el papel que deben jugar en este proceso la política energética, la innovación y los mercados”.
Las excepciones al modelo propuesto por la reforma energética, donde el Estado juega un papel director pero no es el único actor, son cada vez menos y evidencian un fracaso rotundo. Casos como Venezuela y Bolivia, donde la producción de hidrocarburos ha caído estrepitosamente (y no precisamente por una estrategia de descarbonización), ilustran este punto. Si estas excepciones persisten a pesar de las pruebas de que la ideología por sí sola no resuelve problemas, es porque se han convertido en focos de corrupción o herramientas de control político. Ejemplos adicionales incluyen los recientes cambios en El Salvador, diseñados para permitir al gobierno controlar por completo el sector.
Ante el inminente cambio de gobierno, la cuestión sobre el papel que debe desempeñar el Estado en este ámbito vuelve a cobrar importancia. ¿Optará la nueva administración acelerar el paso hacia los modelos fracasados de excepción o volveremos a la sensatez que predomina a nivel global? ¿Insistirá en malcriar a las empresas del Estado para terminar de quebrarlas o querrá enfocarlas en aquellas actividades donde sí pueden competir y fortalecerse en consecuencia? ¿Seguirá limitando las posibles inversiones privadas o las estimulará con metas de transición ambiciosas? ¿Continuará usando a las instituciones como puestos para los allegados, aunque sean incompetentes, o apostará por instituciones profesionales donde prevalezca la capacidad? Esperemos que las decisiones futuras se inclinen por las segundas opciones…
*/ Francisco Salazar es ingeniero químico por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí y cuenta con una Maestría en Economía con especialidad en Finanzas Públicas, así como un Diplomado en Economía de Mercados Globales, por la London School of Economics & Political Science (LSE). También tiene un Diplomado en Derecho Parlamentario por la Universidad Iberoamericana.
Tiene amplia experiencia en el ámbito regulador especialmente en el sector energético. Fue comisionado presidente de la Comisión Reguladora de Energía en dos periodos, época en que participó como uno de los arquitectos en la elaboración de las reformas energéticas y del marco regulatorio mexicano.
En este mismo ámbito a nivel internacional también ha tenido un papel destacable. Ha sido coordinador de la Conferencia Internacional de Reguladores (ICER) y miembro del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales (Comexi). Igualmente fungió como presidente del Capítulo México del Consejo Mundial de Energía (WEC)
Del mismo modo fue vicepresidente primero de la Asociación Iberoamericana de Entidades Reguladoras de la Energía (Ariae) y posteriormente se desempeñó como su presidente. Ocupó la Vicepresidencia del Comité de Relaciones Internacionales de la Asociación Norteamericana de Reguladores (National Association of Regulatory Utility Commissioners o NARUC por sus siglas en inglés).
En 2008 recibió el Premio Máster de Oro del Forum de Alta Dirección por su desempeño como funcionario público y en 2006 recibió el reconocimiento de la Revista Expansión como una de las “30 promesas en los treinta”.
Actualmente es socio en la consultora especializada en energía Enix, SC y en Trust Inteligencia de Entorno, firma enfocada a administración de riesgos sociopolíticos del entorno.
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