Este martes 31 de enero se cumplen 10 años de la devastadora explosión que dejó al menos 37 muertos y más de 120 heridos en el Centro Administrativo de Petróleos Mexicanos (Pemex) en Marina Nacional, Ciudad de México. El estallido se produjo a las 15.45 horas, justo en el lugar donde el personal sindicalizado se formaba para checar tarjeta y otros empleados iban y venían después de comer. La explosión destruyó parte de la fachada del edificio B2 y causó daños en varios pisos del B2 y del B1.
Esa misma tarde, acudió al lugar el Presidente Enrique Peña Nieto, rodeado de miembros de su gabinete, entre ellos el Procurador General Jesús Murillo Karam. El nuevo director general de Pemex, Emilio Lozoya, estaba fuera del país. De inmediato, Peña Nieto pidió “no caer en especulaciones” y “esperar los peritajes” sobre la causa de la tragedia. Murillo Karam se encargaría de esos peritajes en los siguientes días y meses.
Surgieron diversas especulaciones sobre quiénes podrían haber provocado un atentado con miras a amedrentar y desestabilizar a la nueva administración y sobre cuáles habrían sido sus motivaciones. Pero de inmediato, la PGR descartó públicamente que hubiera sido un atentado, afirmando que en el sitio no se encontraron trazas de nitrógeno que habrían probado la presencia de un explosivo. A partir de ese momento, admitió únicamente la hipótesis de una presunta acumulación de gas metano.
El problema con esa hipótesis es que no había forma razonable de explicar esa acumulación de gas, no habiendo ductos ni otras instalaciones de gas en las inmediaciones del lugar de la explosión. Oficialmente se manejaba, en un primer momento, la versión de que el gas vino de áreas de calderas y que se había acumulado en túneles que conectan al B2 con el Edificio Búfalo de servicios auxiliares, que está al otro lado de la calle de Bahía de Espíritu Santo, mismo que provee calefacción y aire acondicionado al Centro Administrativo. O bien se pudo haber filtrado y acumulado por el sistema de drenaje –dijeron– y a través de los pilotes que llegan a la zona de cimentación del Edificio B2, donde pudo haber encontrado artefactos eléctricos –un cable de luz, una lámpara, una clavija– para la ignición.
El hecho es que, en seguida, la PGR se encerró y no quiso escuchar denuncias o testimonios por parte de empleados de Pemex y ciudadanos y, en pocos días, logró callar casi toda discusión pública del tema. Incluso intelectuales respetables y expertos de la UNAM se unieron a la cargada oficial en favor de descartar teorías que no fueran la del gas.
Meses después, la PGR dio a conocer el peritaje final, según la cual la explosión tuvo un carácter “multifactorial” relacionado con la acumulación de gas metano en el área de pilotes del sótano del Edificio B2. Sin embargo, esa explicación no cuadraba del todo con las versiones anteriores sustentadas por la propia Procuraduría.
En esa última verdad oficial, la concentración de gas fue atribuida a la existencia de capas impregnadas de hidrocarburos producto de presuntos derrames en los depósitos que, según se informó, ocuparon ese lugar en los años 1930, antes de la Expropiación Petrolera que dio origen a Pemex. Esos almacenes habrían sido propiedad de la firma norteamericana Huasteca Petroleum Company, aunque también se dijo que el gobierno del Distrito Federal tuvo almacenes en la zona en tiempos lejanos. Por eso, existirían microorganismos en las capas del subsuelo que habrían ido creciendo a través del tiempo, emanando gas metano que se acumuló en recovecos del sótano, además de que se detectaron solventes y vapores, así como equipo eléctrico de una compañía contratista que habría generado una chispa.
La opinión pública tuvo que conformarse con esa explicación oficial, a pesar de que resulta inverosímil, rayando en lo absurdo. Es muy difícil creer que en un edificio de oficinas pudiera darse una emanación que se convirtiera en una concentración capaz de provocar una explosión devastadora, al no haber ductos ni fuentes de gas cerca del sitio donde ocurrió.
“La opinión pública tuvo que conformarse con esa explicación oficial, a pesar de que resulta inverosímil, rayando en lo absurdo”.
¿Cómo apareció ese gas de repente tantas décadas después de los supuestos derrames? ¿Por qué no se dispersó, siendo los sótanos lugares transitados y siendo el metano más ligero que el aire? Y si hubiera fugas de gas, ¿cómo es que el Presidente Peña Nieto y su gabinete caminaron allí esa misma tarde sin medir el riesgo de otra explosión? En ningún momento hubo incendio ni rastros de fuego indicativos del estallido de un hidrocarburo.
¿Habría sido mera casualidad que la explosión haya ocurrido justo a la hora de salida del personal, la más concurrida del día, justo a comienzos de una nueva administración federal y justo enfrente del enorme busto del General Lázaro Cárdenas, símbolo nacionalista, que se encuentra a un lado de la Torre Ejecutiva?
¿No habría sido un acto delictivo con la intención de mostrar la vulnerabilidad del Poder Ejecutivo desde un punto neurálgico, fuertemente amurallado, del recinto de Pemex que simboliza el poder económico de la Nación? Fue, después de todo, una época de mucha violencia de grupos armados, anarquistas y criminales en el país. Pero el dictamen oficial no admitió más culpables que la compañía Huasteca cuyos ejecutivos hacía más de medio siglo que fallecieron.
La PGR se negó a realizar la investigación de un posible atentado, presumiblemente para evitar un enfrentamiento frontal con disidentes y delincuentes. Sin embargo, un acto intencional con un explosivo de altísimo poder no deja de ser una hipótesis admisible que debió haber sido una línea de investigación prioritaria, pero no lo fue.
Colocar un explosivo en el Centro Administrativo de Pemex habría requerido la participación y colusión de empleados de la propia empresa. La obligación del gobierno debió haber sido definir posibles motivos e identificar e investigar a empleados cuyos perfiles dieran lugar a sospechas, lo cual habría sido muy delicado, máxime en una empresa estatal donde la corrupción siempre ha estado a la orden del día. Esa investigación pudo crear un ambiente de crispación política, pero habría sido la forma correcta de proceder.
Diez años después, posiblemente aún se podría dilucidar y reconstruir lo que realmente ocurrió en esa fatídica tarde, si hubiera voluntad de hacerlo y si fuera posible aún reunir pruebas y testimonios sobre el caso.
Pero la procuración de justicia es letra muerta cuando el gobierno en turno juzga que no le conviene investigar. El de Peña Nieto optó por darle carpetazo al caso y seguramente tampoco al actual gobierno le interesaría reabrir el expediente, dada la amplia gama de afiliaciones políticas e ideológicas que existió entre el personal de Pemex en aquel entonces.
Tristemente, la justicia para los 37 fallecidos y los heridos de Pemex sigue siendo poco más que una vana esperanza.
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