Por Luis Vielma Lobo * para Energía a Debate
“El petróleo fue una parte definitiva del pasado de mi familia, pero no tiene cabida relevante en nuestro futuro”. Con estas palabras Valeria Rockefeller, –tataranieta del magnate del petróleo John D. Rockefeller y presidenta del Fondo RBF– cerró su mensaje al Consejo de Administración que ella dirige.
Este fondo viene invirtiendo en energías alternas desde el año 2014, cuando se inició con una inversión de 50,000 millones de dólares en activos mundiales. Desde entonces, el valor de los fondos que están invirtiendo en energías limpias – retirando inversiones en proyectos de combustibles fósiles – se ha disparado en más de 12 billones de dólares, ya que cada vez más, gobiernos, empresas, fundaciones y universidades se han venido sumando en este esfuerzo de cambiar la huella energética del planeta.
La Universidad de Oxford se convirtió en el último miembro del fondo, cuando anunció el mes pasado que no invertiría más en empresas, ni proyectos que generen combustibles fósiles. Su presidente y Director Ejecutivo, señaló que esa institución había “invertido cinco años para probar que los hidrocarburos han sido dañinos para el medio ambiente y la vida diaria del ser humano, y que el COVID-19 lo probó en unos meses”.
La razón para continuar invirtiendo en gas y petróleo se está desvaneciendo rápidamente, muy atrás quedó la época en que la Standard Oil controlaba el 90% de la producción de petróleo de los Estados Unidos., convirtiendo a John D. Rockefeller en el ciudadano que más aportaba a la economía estadounidense incluyendo pago de impuestos y la generación de empleos.
Gran número de inversionistas están buscando la salida de los fondos que promueven los combustibles fósiles, y muchos de ellos han probado en esta crisis, que las inversiones en energías alternas, los ha protegido de la volatilidad del mercado ocasionada por el coronavirus en los últimos meses. Sin duda el mercado de inversiones ha recibido de muy buena manera, la apertura hacia las energías alternas y renovables; y recientemente se han acentuado algunasseñales de que la pandemia podría acelerar la transición a largo plazo hacia una energía con menos emisiones de carbono.
La demanda de hidrocarburos se ha desplomado debido a que la actividad económica ha sido reducida, las líneas aéreas han suspendido vuelos y algunas se han declarado en quiebra, se ha dicho a la gente que se queden en casa, y todo esto ha dejado a los mercados en confusión. Cifras recientes de la Agencia Internacional de Energía muestran que más de la mitad del consumo mundial de petróleo se utiliza en el transporte, que ha sido uno de los sectores más afectados por la crisis. La demanda de electricidad también ha caído, pero no ha colapsado de la manera en que lo ha hecho el mercado de los hidrocarburos, y el precio del kilovatio ha logrado mantenerse mucho mejor, gracias a la diversificación en las fuentes de suministro alternas que las empresas generadoras de electricidad han ido incorporando.
Aunque no han sido inmunes a los descensos ocasionados por el COVID-19, la energía eólica, la energía solar residencial y otras renovables, no se han visto afectadas de manera dramática por la pandemia, como lo han sido los hidrocarburos. Podemos decir que lasenergías renovables se han mantenido razonablemente bien, y ciertamente mejor que los hidrocarburos, y los expertos consideran que estas son la única fuente de energía que crecerá en lo que resta de este año y muy posiblemente el próximo.En este contexto de crisis, ha sido una noticia refrescante que la Agencia Internacional de la Energía, IEA, nos informara que este año 2020 habrá una reducción de un 8% en la emisión de dióxido de carbono proveniente de la energía fósil que se ha dejado de usar.
Observando los eventos acontecidos durante el desarrollo de este COVID-19 y las reacciones de la sociedad y un gran número de instituciones, pareciera que mucha gente atribuyera la pandemia al uso masivo de la energía fósil para la generación de energía. Nada más alejado de la realidad; pues la única relación que hemos presenciado es el impacto negativo que la pandemia dio al mercado de los hidrocarburos –que ya venía siendo afectado por los vaivenes globales de la economía de los grandes países– para que colapsaran los precios, debido a la reducción brutal en la demanda.
No obstante, es justo reconocer que desde hace ya al menos tres décadas, – después de los daños ocasionados por el accidente del famoso tanquero Exxon Valdez – la industria de los hidrocarburos ha sido considerada como una actividad depredadora, y en muchas escuelas se le ha dado ese calificativo. Si agregamos a ese evento, la explosión de la plataforma Deepwater Horizon y el daño ambiental ocasionado por el reventón del pozo Macondo de la empresa BP, y más recientemente los cuestionamientos y reclamos que se han presentado en varias regiones de los Estados Unidos por el desarrollo de formaciones no convencionales utilizando tecnologías de pozos horizontales y fracturamiento hidráulico –fracking–, pues existen elementos que tienden a soportar este argumento.
Algunos expertos e historiadores califican esta pandemia como un “apocalipsis” y ello obliga a revisar algunas experiencias históricas que han sido rigurosas en el juicio a los protagonistas de esos momentos. Ello incluye tanto a los gobiernos, instituciones públicas y privadas, las sociedades, y la academia. Históricamente el mundo ha sufrido eventos catastróficos de diferentes tipos, desde pestes de naturaleza diferente, terremotos, maremotos y tsunamis, hasta explosiones ocasionadas por bombas atómicas y plantas de energía nuclear. La mayoría han sido eventos causados por la naturaleza y probablemente para muchos son de origen divino, y otros han sido ocasionados por el ser humano, por el hombre, en la medida que el planeta se fue poblando y evolucionado.
Filósofos a lo largo del tiempo han coincidido que el curso de los eventos históricos es indetenible, siempre están en continuo movimiento, pero lo que sí es una constante es el carácter, la personalidad y la conducta del ser humano. Las guerras y luchas fratricidas siempre han sido impulsadas por el hombre, por su ansia de poder que obnubila cualquier precepto moral, que pueda obstaculizar o desviar sus objetivos. El enfado, el coraje, el resentimiento, la sed de venganza son los motivos detrás de esas ansias de poder. También la arrogancia y el ego que siempre crean la sensación de fortuna y felicidad, independientemente de las realidades que se enfrente. Estos estados emocionales son más poderosos que la esperanza y ecuanimidad y surgen o salen a flote en épocas de crisis. En esos momentos de desesperación, las carencias derrotan la abundancia en los seres humanos, y como resultado se dan los comportamientos más bajos y viles, buscando siempre culpables y excusas por las situaciones vividas diariamente.
Durante esta etapa del proceso del COVID-19 hemos podido observar diferentes actitudes y comportamientos de los responsables de las decisiones para sobrellevar y derrotar el virus en cada país. Los comportamientos históricos han vuelto a florecer. La arrogancia de muchos gobernantes y las carencias morales de otros, se han combinado para extender el letargo de la crisis mucho más tiempo que el que pudo ser, con base en los análisis de científicos y expertos. Adicionalmente, la ignorancia de los países en materia de pandemias, el débil liderazgo de las organizaciones responsables de la salud, que responden más a burocracias políticas, que a las demandas de prácticas y protocolos tan necesitados por los países afectados, conjuntamente con la pobre comunicación entre países y gobernantes, todo ello ha contribuido, en gran medida, con la dimensión apocalíptica de esta pandemia.
Como en épocas pasadas, ahora también ha existido más espacio para la desesperación que para la esperanza, más espacio para la improvisación que para la investigación y la ciencia, y quizás desde el inicio de la crisis debió acudirse al principio de la simplicidad de los sabios: Mejor prevenir que lamentar. La historia –siempre lo ha hecho– juzgará a los responsables que, guiados por intereses mezquinos y arrogancias, han conducido a sus pueblos por un largo camino catastrófico, que ha significado la pérdida de más de 300 mil vidas. Si esto no es un apocalipsis, sin duda, es muy parecido a ello.
En cuanto a la industria de los hidrocarburos, quienes la dirigen ya deben estar reflexionado profundamente sobre la industria del futuro. No la inmediata, pero sí aquella que visualizamos para la próxima década, independientemente de la magnitud de recursos prospectivos o reservas, independientemente de los recursos financieros o capacidad de ejecución existente. Hoy más que nunca debemos recordar la famosa frase del jeque Ahmed Zaki Yamani –Secretario General de la OPEP por más de 25 años– quien, en una de las crisis del mercado petrolero, y ante la dificultad de lograr un consenso en la organización les dijo a sus integrantes: “es bueno recordar que la Edad de Piedra no se terminó por falta de piedras precisamente”.
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*/ Luis Vielma Lobo, es Director General de CBMX Servicios de Ingeniería Petrolera, Director del Centro Integral de Desarrollo del Talento (CIDT) y presidente de la Fundación Chapopote, miembro del Colegio de Ingenieros de México, Vicepresidente de Relaciones Internacionales de la Asociación Mexicana de Empresas de Servicios, AMESPAC, colaborador de opinión en varios medios especializados en energía, conferencista invitado en eventos nacionales e internacionales del sector energético y autor de los libros “Chapopote, Ficción histórica del petróleo en México” (2016) y “Argentum: vida y muerte tras las minas” (2019).