Debo iniciar por decir que ni Pemex, ni el Sistema Nacional de Refinación, son un símbolo patrio, sino una herramienta de gobierno que debería buscar que los mexicanos tengamos energía accesible y lo más limpia posible, además de –como mandata la Constitución– generar valor para el Estado mexicano.
Y desde ahí tenemos un problema porque, para este gobierno, Pemex es el objetivo, no un medio.
Hay varios Pemex en uno, pues está integrada toda la cadena de valor, desde extraer el petróleo, procesarlo, transportar sus productos y llevarlos hasta el punto de venta.
Pemex Exploración y Producción extrae, en buena medida, a costos eficientes mientras que venden a costo de mercado, lo que hace que su actividad sea rentable.
El problema de Pemex está en lo que se conoce como downstream, o sea, el procesamiento de crudo y la posterior cadena logística hasta llegar a los puntos de venta en las gasolineras o estaciones de servicio. Pemex aquí suele ser víctima tanto del robo de combustible, como de configuraciones de refinerías no adecuadas para el recurso con el que cuenta hoy, un abultado costo operativo y una serie de razones históricas y políticas que hacen que mientras más refina, más dinero pierda; que cuando quiere refinar más, lo que más produce es combustóleo, que le suma complicaciones logísticas y tiene un mucho menor valor de mercado. Esto disminuye los ingresos y aumenta los costos, poniendo a la empresa en una espiral de aprietos.
Sería relativamente fácil solucionar esto: elevar el precio de sus productos en el mercado. Pero al estar en un mercado, hacer eso significaría que la empresa no podría vender sus productos, pues el consumidor optaría por otros de costo más bajo, como ha pasado en otras latitudes, empujando a los consumidores, por ejemplo, a la adquisición de autos eléctricos.
¿Qué se puede hacer? Una opción sería realizar cambios a las refinerías para mejorar su rendimiento. La otra reutilizar su infraestructura y de plano cambiar su vocación, oportuno para un mundo que se decanta a la petroquímica mientras se aleja de los combustibles. A esto en la industria se conoce como retrofit.
El problema es que en cualquiera de las 2 alternativas, el costo es tan alto como construir una refinería nueva.
Hacer una inversión tan grande, en plena transición energética, es una operación de muy alto riesgo que ningún gobierno debería asumir.
Por otro lado, parte del costo alto de operación que aqueja a Petróleos Mexicanos se basa en exceso de personal. Mientras, por ejemplo, Deer Park tiene alrededor de 900 empleados en una refinería que procesa unos 276 mil barriles diarios, es decir, unos 306 barriles promedio por trabajador, en las refinerías de México trabajan 24,600 empleados para procesar hasta 816,000 barriles diarios, lo que significa unos 34 barriles por trabajador. Comparadas con Deer Park, las refinerías mexicanas son 90 % menos productivas.
La incapacidad de Pemex llega al grado de que se le permite seguir produciendo combustibles sucios, mientras que se prohíbe su importación, lo que ha causado controversias con nuestro vecino del norte.
En esas condiciones vale la pena hacer un planteamiento para evitar más pérdidas al Estado, además del costo ambiental y a la salud que arrastra el Sistema Nacional de Refinación.
Si tenemos un negocio donde vendemos tortas y jugos, pero vender jugos nos causa pérdidas, ¿tiene sentido seguir con la venta de jugos? Porque las ganancias de la venta de tortas se pierden en la venta de jugos.
En cualquier empresa, al no tener lógica financiera mantener un negocio, éste se cierra. ¿Por qué debemos seguir operando una empresa, si esa operación nos da pérdidas?
“¿Por qué debemos seguir operando una empresa, si esa operación nos da pérdidas?”
Parece entonces que vale hacer cuentas de cuánto cuesta poner algunas de las refinerías a punto y si es financieramente viable. En dado caso, hacer una planeación para esa reconfiguración y llevarla a cabo.
Pero si el resto no es viable, pensar en al menos cerrarlas y dejar de perder dinero. Aquí cabría empezar a pensar en Pemex como una empresa energética y no necesariamente petrolera y explotar la rentabilidad de otros negocios. La venta de las refinerías podría ser con dos objetivos: primero, lograr un pago mínimo para el Estado (Pemex) y que los compradores ofrezcan el mejor uso posible para la infraestructura que van a adquirir. Así, no solo se garantiza recuperar costos, sino lograr proyectos de desarrollo industrial para la zona. Ó bien, contratos para uso específico que garanticen el desarrollo de industrias particulares, como la petroquímica.
La intención debe ser en todo momento el beneficio del pueblo mexicano y debe empezar por que el pueblo mexicano deje de pagar los costos de algo que no necesita. Suena mejor tener como símbolo patrio el desarrollo sostenible, que imaginar como símbolo a una empresa o una industria que pierde dinero y nos afecta la salud.
(Lea la quinta parte de esta entrega aquí)
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