La esperanza es lo último que se pierde. Con frecuencia es una frase de aliento que alivia cualquier tensión, pero cuando lo que está en juego es la vida como la conocemos, quizá no sea suficiente. La COP26 celebrada en Glasgow culminó, como era de esperarse, con un acuerdo entre las naciones que debería conducir a limitar el incremento promedio global de la temperatura por debajo de los 1.5º C, alineado a lo establecido por el Acuerdo de París.
¿Puede considerarse como exitosa la COP26? Desde la perspectiva de que el diálogo internacional se mantiene encaminado hacia la descarbonización, la respuesta es sí. Pero hay tres claroscuros a destacar de esta edición. La propuesta inicial (agresiva) fue desfasar por completo el uso de carbón de la matriz energética global. Al final, tres de los países que más dependen de él, China, India y Sudáfrica, abogaron por descafeinar el acuerdo y sustituir “desfase” por “reducción”. Sus argumentos descansan en la imposibilidad de empatar compromisos ambientales sin descuidar la procuración de las condiciones para su desarrollo económico. Además, el que países desarrollados como Estados Unidos, Alemania, Japón y Canadá mantengan su consumo de carbón, será un escollo para modificar tal postura.
Otro elemento relevante para que la transición hacia una economía de emisiones netas cero global sea sostenible es la inclusión de aquellos en condiciones de mayor vulnerabilidad. En este tenor, la COP26 ha quedado en deuda con todos los países que han solicitado ya con tiempo la creación de un fondo de apoyo para aquellos que sufren “pérdidas y daños” como consecuencia de eventos extremos asociados al cambio climático. En alusión a lo importante de esta problemática, el ministro de relaciones exteriores de Tuvalu, Simon Kofe, emitió su presentación cubierto hasta sus rodillas por agua de mar.
“Como siempre, la efectividad del acuerdo logrado en la COP26 depende del cumplimiento de todas las partes de las acciones comprometidas”.
Por último, no está de más subrayar que, como siempre, la efectividad del acuerdo logrado en la COP26 depende del cumplimiento de todas las partes de las acciones comprometidas. Sin embargo, pareciera que hasta ahora el mayor énfasis de la lucha contra el cambio climático se hace desde la oferta y menos desde la demanda. En gran medida, los esfuerzos recaen en el avance tecnológico de energías limpias, sistemas de almacenamiento, combustibles limpios, digitalización e interconectividad. Pero eso no será suficiente si no se acopla con cambios de fondo en el comportamiento de los individuos.
El cambio de comportamiento como instrumento para la mitigación de emisiones de gases de efecto invernadero cobra mayor importancia en países con una mayor intensidad energética y con altos estándares de vida. Pero algunos cambios de comportamiento no pueden darse en un vacío. Por ejemplo, con frecuencia es fácil encomendar a los individuos que opten por alternativas de transporte menos contaminantes, como un sistema público y masivo o la bicicleta. Sin embargo, esto no es factible en todas las ciudades y, en algunos casos como lo es en la Zona Metropolitana del Valle de México, representa una amenaza a la integridad física de las personas.
Es probable que algunos cambios de comportamiento requieran incluso de inversiones o de incentivos fiscales que tal vez no estén al alcance de nuestro país de forma inmediata; no al menos si tampoco se reformulan las prioridades del gasto público. Otros, en cambio, podrían estar a tiro de piedra. La pandemia ha puesto de manifiesto que somos capaces de adoptar nuevas normas sociales con relativa rapidez en aras de nuestra supervivencia. El llamado ante el cambio climático exige lo mismo; no podemos demorar más su atención.