Como con Raúl Velasco, el cambio sucede “siempre en domingo.” La razón es evidente: hay menos compromisos formales en este día de descanso. Si por despistados llegáramos más tarde o más temprano a la comida en casa de los abuelos, no habrá mayores consecuencias que ayudar a poner la mesa o alcanzar el postre. Eso y algunas mofas familiares.
El martes 5 de julio, el presidente López Obrador mandó una iniciativa para eliminar el cambio de horario, el cual, según el mandatario, es responsable de “problemas de sueño, fatiga, depresión, ideas suicidas, falta de concentración e, incluso, incidencia de infartos.” En cambio, el ahorro derivado de este horario es comparativamente nimio. Andar como zombies, por algunos días, ahorró al país apenas 55.2 millones de pesos durante 2021. Mi impresión personal es que estas ideas suicidas, depresiones, faltas de concentración e infartos podrían ser característicos de una población notablemente estresada. El cambio de horario, entonces, sería tan sólo un grano de cal en cerros de arena.
Hay un punto interesante que se ha escapado de la polémica. A mi juicio, se trata de una discusión meramente urbana. Como citadina que pasa más de la mitad de su vida en el campo, me he percatado que el reloj, como instrumento de medición del tiempo, es casi irrelevante en las pequeñas poblaciones rústicas. En Villa del Carbón, que ahora llamo “mi pueblo”, el tiempo lo marca la luz natural, no lo que dicten las leyes. Verbigratia, Malala –mi burra carbonense– es un despertador más preciso que un reloj suizo. Sea la hora que marquen los inventos de “el hombre blanco”, ella abre el coro de gallos, gallinas, guajolotes, chivos, caballos y borregos apenas perciba el mínimo destello de luz solar. Es hora de comer, sean las 5, 6 o 7 de la mañana según los relojes. Eso nos moviliza de inmediato para atenderlos, sin que nadie pueda quejarse de “fatiga, depresión, ideas suicidas y amenazas de infartos.”
Por otra parte, el ahorro de energía en estas poblaciones debe ser bajo, sin que me conste. Fuera de las carnicerías, paleterías y otros negocios de consumo eléctrico intensivo, el consumo residencial y de servicios debe ser poco. De hecho, después de mucho preguntar, en mi pueblo todos disfrutan de la tarifa subsidiada o están colgados de la red. En términos de eficiencia, para este pueblito –y debe haber muchos como él— las conexiones ilícitas son un problema más apremiante que el cambio de horario.
Ni se hable de la actividad comercial. Salvo algunos negocios muy establecidos, los demás pueden abrir o cerrar cuando a la patrona se le viene en gana. Eso no quiere decir que en mi pueblo no existen rutinas ni patrones de actividades, sino que éstas pueden cambiar sin razón o aviso previo. O pueden abrir más temprano, porque sí, o no darán servicio a hora alguna, porque no. Por lo tanto, esto puede causar variaciones en el consumo de energía.
Por último, en Villa del Carbón sufrimos interrupciones constantes en el servicio eléctrico. Ya sea de madrugada, a medio día o en la noche, de repente “se va la luz” sin predicción posible de cuándo volverá. Pero todos confiamos en que, apenas salga el sol, Malala, la burra con puntualidad inglesa, dará el aviso del nuevo día.
La pregunta final, entonces, sería ¿debe cambiar el horario o la esclavitud al reloj en nuestro estilo de vida?