Hace poco más de un año, la campana del consultorio del Dr. Moisés, mi vecino, en el barrio de la Bellota, en Villa del Carbón, no cesaba de sonar. Afuera de él había filas de personas y coches que esperaban su consulta para atender malestares respiratorios. Se oían sirenas, motores, murmullos y tos –mucha tos. Nosotros, entre rejillas, nos asomábamos asustados. La gente entraba y salía a veces doblada por falta de aire. Una patrulla llegó por alguien al parecer desfallecido. No se veía bien porque ya era de noche.
Y, de repente, se fue la luz.
Esto fue en diciembre de 2020 cuando me convencí, sin dejo de duda, que sin la electricidad –y los energéticos en general— no hay calidad de vida, al menos como la entendemos los especímenes urbanos. En el pueblito algo remoto donde paso la mitad de la semana, a su gente le cuesta mucho tener lo necesario para calentar su hogar, guisar su comida, darse una ducha caliente cuando afuera hiela y pagar un servicio eléctrico pavorosamente intermitente. En un mes en el que el COVID llegó con el turismo y contagió a cientos de personas económica y socialmente vulnerables, CFE siguió apegada a su patrón habitual: suspender el servicio cuando se le viene en gana y frecuentemente. Durante los dos años y medio de mi residencia en Villa, las dos preguntas que más he pronunciado han sido:
¿Se fue la luz?
Y
¿Ya volvió?
Yo tengo un rancho, no una ermita. Para mantenerlo debo generar un ingreso que se merma cada vez que, por falta de flujo eléctrico, no puedo mandar un documento o responder un correo electrónico oportunamente. Tampoco soy de palo. Si enfermara o tuviera un accidente, un apagón me dejaría incomunicada, sin servicio médico de calidad. A los dos o tres médicos que quedan en Villa –tras la muerte por COVID del Dr. Moy– también se les va la luz.
Aun así, no debo quejarme. Ante esas circunstancias varias veces he quemado hules de vuelta a la CDMX, donde también tengo casa, ya sea para atender la videoconferencia, enviar el documento y/o responder el correo. Ya perdí la cuenta de cuántas veces he descendido esas curvas boscosas como bólido de regreso a la modernidad con una plegaria en los labios de que la reserva en el tanque aguante. Conozco a pasto la adrenalina de huir de la zozobra de la privación al cobijo de la suficiencia.
Lastimosamente mis vecinos no comparten mi suerte pues son de ahí y no tienen a dónde ir si la luz se va. Durante las horas que duran los apagones consuetudinarios, los alimentos que requieren refrigeración se pudrirán; si andan por las calles, andarán a ciegas; ni tendrán cómo pedir auxilio con los celulares descargados. Durante horas, están al margen del mundo.
“La pobreza energética es un fenómeno extendido en el país y también en el mundo”.
¡Eureka! En agosto de 2021, mi amiga Ana Lilia Moreno, coordinadora del programa de Competencia y Regulación de México Evalúa, me comentó que dicha organización iba a realizar un estudio sobre pobreza energética. En ese momento no resistí proponerle que me abrieran un espacio como investigadora invitada. Lo vivido en Villa no podía ser ni único ni irrepetible. No lo fue. La pobreza energética es un fenómeno extendido en el país y también en el mundo. Sin embargo, y no obstante su gravedad, en términos relativos ha sido escasamente investigado. Y menos en México donde el concepto apenas se desarrolla en un volumen aún delgado de trabajos de investigación.
Hay un número –calculado por el Dr. Rigoberto García Ochoa– en un estudio de 2016 que debe ser clamado con altavoz: ya entonces, alrededor del 40% de los hogares mexicanos vivían en situación de pobreza energética. Esto es, casi la mitad de nuestras casas no tienen condiciones mínimas para vivir con refrigeración, cocción limpia, no sufrir ni frío ni calor excesivos en sus viviendas, poder acceder al mundo a través del teléfono, el internet y/o la televisión. Es casi la mitad del país. ¿Se lo imaginan?
Es muy penoso. Yo lo he vivido y solo a ratos.
Si quieren una experiencia extrema, queridos lectores, están cordialmente invitados a pasar una noche gélida de invierno en mi cabaña, sin luz, al lado de la chimenea. El tequila siete leguas –que no el mezcal fifí– va incluido en el paquete.
En cambio, si no les atrae la idea, lean el estudio “Vivir a Oscuras: La Pobreza Energética en México” de México Evalúa. También vale mucho la pena y no hay necesidad de salir de su zona de confort. Tal vez a todos juntos se nos prenda el foco y por fin hagamos algo por esos millones de hogares que viven a oscuras.