Cada línea en el mapa energético representa más que infraestructura: es territorio, historia y futuro. Aunque para muchas empresas el mapa parece una estructura de polígonos y permisos, para las comunidades es el lugar donde se entrelazan identidad, tierra y memoria. Reconocer esta dimensión es clave para que los proyectos energéticos también generen confianza y bienestar.
El territorio como punto de partida
En las últimas décadas, la expansión de infraestructura energética (líneas de transmisión, centrales eléctricas y gasoductos), ha puesto en contacto dos lógicas que no siempre dialogan: la visión técnica del desarrollo económico y las expectativas sociales de quienes habitan el territorio. Cuando las decisiones se toman sin comprender los sistemas de organización local, surgen tensiones como la defensa del agua, el acceso a recursos naturales, la preservación cultural o la tenencia de la tierra.
Ahí es donde la justicia energética se vuelve indispensable. En América Latina, este enfoque ha evolucionado para integrar dimensiones antes ignoradas: género, pobreza, desigualdad territorial y autonomía de comunidades rurales o indígenas. La transición energética no puede reproducir esquemas que concentren beneficios económicos y distribuyan impactos negativos.
El marco jurídico mexicano sustenta esta perspectiva. El Artículo 2 Constitucional reconoce la libre determinación y los sistemas normativos propios de las comunidades indígenas, mientras que el Convenio 169 de la OIT establece la obligación de obtener consentimiento libre, previo e informado para cualquier actividad que afecte sus territorios.
De la normatividad a la práctica real
Recientemente, la Secretaría de Energía presentó un anteproyecto a la Autoridad Nacional de Simplificación y Digitalización de las disposiciones sobre la Manifestación de Impacto Social del Sector Energético (MISSE), diseñada para convertir el trámite en una garantía efectiva. Exige estudios socioeconómicos, análisis de riesgos, consultas con enfoque de género y derechos humanos, evaluación de impactos acumulativos y mecanismos de seguimiento para asegurar la mitigación.
La Ley de Hidrocarburos y la Ley del Sector Eléctrico de marzo de 2025, requieren que cualquier proyecto energético cumpla con estos estándares desde su diseño. El reto sigue siendo convertir estas reglas en prácticas reales que construyan confianza y equidad en la transición energética.
El impacto social no se limita a la construcción de infraestructura o a la derrama económica. Se expresa en la transformación del paisaje cultural: cambios en el valor de la tierra, nuevas dinámicas de movilidad, modificación de roles comunitarios, tensiones por expectativas incumplidas o por falta de información clara. Las comunidades no solo buscan “beneficios”, buscan reconocimiento, respeto y certeza.
Investigaciones recientes advierten que, si la transición energética no incorpora equidad, corresponsabilidad y participación, puede generar desplazamientos, pérdida de autonomía y nuevas brechas sociales. Por el contrario, cuando los procesos se diseñan con perspectiva de justicia, la energía se convierte en una herramienta para reducir desigualdades históricas, fortalecer capacidades locales y transformar positivamente la vida comunitaria.
Para que este enfoque sea efectivo, la representación legítima es fundamental. En México, las asambleas ejidales, comunales o autoridades tradicionales son expresiones institucionales reconocidas por las propias comunidades. Si estos mecanismos son ignorados, el proceso pierde credibilidad y la injusticia se institucionaliza. En cambio, cuando los acuerdos respetan los procesos locales de decisión, se fortalece la resiliencia social del proyecto.
¿Qué necesitamos entonces?
Participación temprana e incluyente en el diseño de los proyectos, garantizar información comprensible y mecanismos de queja confiables, la representación legitima y participativa de mujeres, jóvenes, ejidatarios y pueblos indígenas, además del seguimiento, atención, comunicación y métricas compartidas.
La transición energética es una oportunidad para rediseñar nuestras relaciones con los territorios y con quienes los habitan. La sostenibilidad no puede limitarse a reducir emisiones; debe redistribuir beneficios, reconocer identidades y reparar desigualdades.

*/ Paulina Chávez actualmente se desempeña como directora de Sostenibilidad en Valia Energía, donde lidera la integración transversal de criterios ambientales, sociales y de gobernanza, así como el diseño e implementación de estrategias de diversidad, inclusión, inversión social y biodiversidad. Es especialista en sostenibilidad con más de once años de experiencia en la gestión de riesgos no técnicos, asuntos sociales y estrategias en sectores complejos, incluyendo energía, infraestructura y minería. Asimismo, tiene experiencia en procesos de negociación, evaluación de impacto social, gestión riesgos sociales y promoción de entornos laborales diversos y seguros.
LinkedIn: Paulina Chávez
Las opiniones vertidas en la sección «Plumas al Debate» son responsabilidad exclusiva de quienes las emiten y no representan necesariamente la posición de Energía a Debate, su línea editorial ni la del Consejo Editorial, así como tampoco de Perceptia21 Energía. Energía a Debate es un espacio informativo y de opinión plural sobre los temas relativos al sector energético, abarcando sus distintos subsectores, políticas públicas, regulación, transparencia y rendición de cuentas, con la finalidad de contribuir a la construcción de una ciudadanía informada en asuntos energéticos.
Transporte y Logística
Tecnología e Innovación
Sustentabilidad
Responsabilidad Social
Crisis Climática
Pobreza Energética
Revista

Infografías
















